viernes, 16 de julio de 2010

Yo nací perro

Yo nací perro. Podía haber sido de otro modo, quizá otra especie animal, pero no, fue simplemente así. Un can, un chucho. En efecto, uno de esos mamíferos carnívoros domésticos de la familia de los cánidos.
Pero no se crean que a pesar de mi humilde origen he sido un perro del montón. No señores, de eso nada. Quiso la naturaleza y algún gen descarriado e indeterminado en la herencia recibida por mis padres -un altanero pastor alemán que un día conoció a una guapa bretón- que heredara un firme y brillante pelaje color canela, una gran pose y unas graciosas manchas blancas sobre mi pecho. Mestizo pero resultón, todo un dandy perruno con casta y abolengo.
No recuerdo bien el día de mi nacimiento. Podría ser porque al principio todo resultaba confuso. Mi llegada a este mundo, quiero recordarla como un hecho feliz y alegre… en un pequeño capazo color berenjena. Mis cuatro hermanos y yo pasábamos el día dormitando. Tampoco teníamos mucho que hacer, la verdad. De vez en cuando lográbamos sostenernos sobre nuestras minúsculas y débiles patas hasta alcanzar a mi madre. Ella con su morro –húmedo pero a la vez cálido- nos arrumaba con dulzura y nos guiaba para amamantarnos. ¡Era tan sencillo! solo teníamos que gemir levemente y ella, atenta, nos arrullaba y nos daba calor.
Al principio recuerdo que no conseguía ver nada, era borroso e inconsistente. La vida no tenía perspectiva y solía tropezar con todo. Mis pasos inseguros poco a poco se iban tornando más ciertos. Pasé de adivinar la presencia de mis compañeros a alcanzarles con mis pezuñas. Comenzamos a jugar, a mordernos sin malicia… aquello era sin duda idílico. Era feliz. Sin más.
Un día, no recuerdo por qué, y sin motivo aparente, aquella dichosa situación cambió. Era una gris mañana de octubre. Podría asegurar que recuerdo si hacía frío o no, pero mentiría. Simplemente en mi memoria ha quedado el recuerdo de aquella fecha. Un día de otoño sin más, sin determinar en el calendario. Uno más que para mí fue crucial.
Acabábamos de despertarnos cuando uno de mis hermanos decidió morderme la oreja. Pero qué haces, pensé, ¡quita, qué me haces daño! Unos pequeños colmillos se clavaron en la carne…¡ufff! Te has pasado, lamenté, y como pueda, voy a por ti. Ya verás, ya…
Me encontraba absorto en mis pensamientos cuando de pronto vi acercarse a un hombre. Lo había visto en otras ocasiones. Nunca le había hecho mucho caso pero de vez en cuando se detenía a nuestro lado y balbuceaba alguna cosa en un lenguaje que no entendía bien. No se quién era. Ni qué hacía allí. Y reconozco que en ese momento, poco me importaba. Estaba ocupado en alcanzar a mi hermano y prodigarle una carantoña como la que él me había hecho. Simplemente para que recordara con quién se metía. Era el que primero nació y por eso se creía con más derecho que el resto. En cuanto te dabas cuenta se había metido de por medio intentando acaparar a nuestra madre. Te empujaba para que te apartaras y siempre quería estar delante de todos. Era nervioso pero divertido y sinceramente, en el fondo, me daba igual porque antes o después, llegaba mi turno de comida y eso me contentaba.
Aquel hombre se situó a una distancia bastante corta de nuestro capazo. Vestía zapatos marrones, algo roídos y desgastados. Parecían de esos que se usan para ir al campo. Lo supuse porque tenían restos de tierra ya seca, más bien barro. Como era bien pequeño y levantaba poco del suelo, adiviné unos pantalones vaqueros. Poco más. También parecía que les habían dado mucho uso. Eran azules y estaban algo rotos por los bajos. Lo que si recuerdo perfectamente era su olor. Fuerte. Era una persona mayor, adulta. Había algo que no me gustaba demasiado pero en ese momento no hubiese sabido decir qué era. Hoy en día aún puedo describir aquel aroma. Como si hubiese perdurado en mi memoria inalterable, como si gracias a aquello pudiera alertarme en caso de que volviera a cruzármelo en algún camino. No me era grato. Nunca volvió a serlo. Y a pesar de que no he vuelto a oler nada que me haya identificado con él sí he podido constatar la presencia de otros hombres con similares características y siempre he sentido algo repugnante. Los perros somos así. Nos identificamos a través de nuestro olfato que es extremamente apurado y que se compensa con otros sentidos un poco menos sensibles como el tacto o el gusto. La visión tampoco es nuestro fuerte. No se si ustedes lo saben pero los canes conseguimos oler hasta mil veces mejor que cualquier humano porque poseemos aproximadamente doscientos millones de receptores olfativos en la nariz, mientras las personas tienen solo cinco millones.
Los olores son cruciales en nuestras vidas. De ahí que tengamos normalmente una nariz tan larga y ancha que se alía con nuestro cerebro para transmitirle una gran cantidad de datos que perdurarán en un espacio llamado memoria a largo plazo y que nosotros recuperamos cuando creemos conveniente o cuando se nos requiere. Como por ejemplo para localizar una presa si salimos con nuestro dueño a cazar o para regresar a casa si nos perdemos a pesar de tener que recorrer cientos de kilómetros. Esta misma función es la que nos permite reconocernos entre nosotros y la que a la vez, nos ayuda a identificar a los que tenemos alrededor. Los olores quedan muchas veces impregnados en la ropa y flotan por doquier. Por eso nos encanta sacar la cabeza por la ventanilla del coche. Intentamos cazar los aromas que desprende la ciudad.
Mi madre olía tan bien… pero, sin duda alguna, aquel hombre no.
De pronto, observé cómo cogía a uno de mis hermanos. En total éramos cinco, contándome por supuesto a mí. Dos hembras y tres machos. Casi todos de color negro y gris. Algunos tenían manchas marrones sobre el lomo y el hocico… tan graciosas que siempre intentaba alcanzarlas con mis patas. ¿Qué hace? ¿Por qué se lo lleva? ¿Y a dónde? No entendía nada. Pero permanecía de momento ajeno a lo que ocurría. Como la mayoría de nosotros.
Sin embargo, una acción me transportó a la realidad y empecé a comprender, más bien presentía, que algo que no podía ser muy bueno iba a pasar. Lo puede percibir en la mirada de mi madre. Aquella cara no era como la de todos los días. Estaba triste y cabizbaja. Apenas levantaba su morro del suelo y juraría que sus ojos estaban mojados. Ella sabía lo que ocurría. Conocía el destino final de sus pequeños porque ya había visto marchar a otros. Esta era su segunda camada. Y dos años antes, al mes de nacer sus cachorros, se los habían llevado de su lado. No los volvió a ver. Tan solo dejaron que uno de ellos se quedara. Y desde entonces, lo había criado con todo el inmenso amor que no había podido repartir entre el resto.
Aquella mañana de octubre, volvía a suceder lo mismo. Su particular y desdichada historia se repetía. El hombre de olor fuerte e irritante me sostuvo entre sus manos. No hice nada. Me dejé llevar. Tenía creo un mes y medio de vida y lamentándolo mucho, poco podía hacer. ¡Mami! ¿Qué pasa? ¿Dónde me lleva? No obtuve respuesta. Silencio. Pero unas palabras me ayudaron en ese trance. Os quiero mucho. Escuché. Ya lejanas. Y todo a mí alrededor se oscureció.
Cuando mis ojos se acostumbraron al cambio miré a un lado y a otro. No se podía ver bien pero algo advertí. Dos de mis hermanos estaban allí, amontonados. Era una especie de tela rugosa, como un saco. Al menos, eso juraría. No lo se porque ya estaba en su interior. Se abrió y dejaron caer al tercero. ¿Qué hacemos? No se -me contestó uno de ellos- y aulló, como si quisiera llamar la atención. De nuevo se abrió la tela y otro más calló sobre nosotros… así hasta estar los cinco. Al menos estábamos juntos. ¡Me estás pisando! ¡Eh, sin exigencias que yo estoy igual que tú! Y volvimos a chillar. Ahora sí, todos juntos.
¡Callaos! Vociferó aquel hombre. ¡Ya está bien! Y cerró. Creo que hicieron un nudo o lo ataron con algo. Lo desconozco. Intentamos salir y no pudimos. Se que nos arrastraron porque fuimos sintiendo el recio suelo sobre nuestros lomos, clavándose alguna piedra en el costal del que estaba en la parte inferior de lo que presuponía era un saco. Nos elevaron y nos dejaron caer sobre otra superficie. Un fuerte ¡clak! Y el arranque de un motor.
A partir de aquel momento no se dónde, cómo ni por qué nos trasladaron de lugar. Tampoco recuerdo el tiempo que pasó. Aunque a decir verdad, nunca había tenido percepción alguna sobre horarios.
Puede que aproximadamente una hora más tarde paramos en algún lugar. El vehículo se detuvo y de nuevo oímos la cerradura del maletero en el que nos habían depositado. Pero en esta ocasión para abrirlo. No entiendo muy bien los motivos que llevaron a aquella persona a abandonarnos pero mucho menos comprendo por qué nos depositó en aquel sitio, sin mediar palabra, sin abrirnos la saca donde nos había llevado. Evidentemente no podía saber qué estaba pasando. Estaba asustado y me sentía sol a pesar de contar con la presencia de mis hermanos. Sentimos un fuerte golpe. Nos había arrojado sobre el suelo. En un camino, de cualquier modo. La secuencia que a continuación les describo no tiene explicación alguna. Nunca la he podido entender. Simplemente, para su tranquilidad, sepan que el destino me guardaba una agradable sorpresa y que, lamentablemente, aún debía pasar por aquella amarga experiencia para alcanzar ese final.
En ocasiones la vida de las personas es así. A veces, los seres humanos no comprenden por qué han de sufrir tanto. Pero no advierten que en todo camino puede existir un momento de cambio de dirección y que, mientras el presente parece duro e insostenible, y se convierte en una penalidad, el futuro es altamente incierto y con probabilidad muco mejor de lo que creemos. Deben mirar adelante y sobre todo resistir a estos avatares porque después, al día siguiente, puede suceder algo que modifique nuestra trayectoria.
Algo así me ocurrió a mí. Aquel momento permanece intacto. El hombre cogió un palo entre sus manos. Lo alzó y lo dejó caer sobre nuestros pequeños cuerpos. Una vez tras otra. Con fuerza. Sin saber qué motivaba aquella rabia. ¡Zas! Y un sordo quejido se escapaba de alguno de nosotros. ¡Zas! Otra vez. Hasta que se cansó. Por lo menos tardó varios minutos en colmar su ansia. Debió pensar que nos dejaba a nuestra suerte y que con aquello era suficiente. Sin agua, sin comida y en un camino. Sin casi poder respirar. Dentro del macuto magullados.
Permanecimos callados un buen rato. Hasta que rompimos a llorar a nuestro modo. Por lo menos hacía diez minutos que el vehículo donde nos había transportado se había alejado. Cuánto pasó desde entonces hasta que volvimos a escuchar de nuevo algún ruido… no lo se. Lo cierto es, que como antes les decía, el futuro de cada uno está evidentemente por llegar. El fardo se abrió pero no entró luz. Debía ser de noche. No opusimos resistencia. El miedo nos invadía y no sabíamos qué hacer. Unas manos nos fueron cogiendo uno a uno. Y por un instante temimos lo peor. Sin embargo, no fue así. Con cariño nos arroparon, nos llevaron entre sus brazos hasta una furgoneta y nos pusieron delante dos cuencos. En uno había agua y en el otro algo de pienso. No lo tocamos. Nos sentíamos atemorizados. Tan aterrados estábamos que no nos acercamos siquiera. A continuación nos llevaron al que sería nuestro nuevo hogar. Donde mi estancia de hecho fue muy, muy corta. En dos jornadas viviría de nuevo otra emoción absolutamente contraria a mi experiencia anterior.
Allí estaba yo, en un rincón. El mismo desde que me dejaran en aquel habitáculo con rejas. No lo sabía pero a esos sitios les llaman protectoras de animales. La mayor parte de estas suelen estar llenas de otros animales que como yo no han tenido suerte porque los que hasta entonces decían ser sus dueños se habían deshecho de ellos. Abandonados a su fortuna van a parar allí. Sucios y en multitud de casos muy delgados a falta de alimento. Otros no llegan y acaban muertos en cualquier carretera. A veces, arrojados tras el atropello en alguna cuneta.
Ese no fue mi caso. Andaba melancólico. Sin esperar nada. Miedoso. Contemplativo. Con la mirada puesta en mis pezuñas, en las manchas que simulaban calcetines blancos, con el rabito entre las piernas. Con su puntita color crema escondida. En definitiva, apesadumbrado. Un niño de unos 10 años se acercó a la jaula. Iba acompañado por una chica mayor que él. ¡Mira este! Es tan bonito… ¿Se refieren a mí? Pensé. Y antes de que me diera cuenta y chistara me pusieron en los brazos de la joven. Son cinco hermanos con este. Les han pegado mucho y están tristes. Los encontramos en una carretera abandonados. No sabemos más. Ni si crecerá mucho y se hará de gran tamaño porque la raza es muy difícil determinarla. ¡Vete a saber! Les explicó un joven de la protectora a los dos chicos y a los que debían ser sus padres.
¿Hablan de mí? –razoné- sin alzar siquiera la vista. Mi cabeza reposaba sobre un brazo de la muchacha mientras intentaba retener su aroma. Su olor era diferente. Como el de toda aquella gente. Estaba inseguro pero algo me decía que debía confiar en ellos.
El resto de la historia y prácticamente hasta la actualidad, pueden ustedes mismos imaginarla. De nuevo un coche. ¡No! Rememoré sobrecogido y me escondí bajo el asiento del conductor lo más acurrucado que pude. Así hasta llegar al que ha sido mi hogar todos estos años.
Hoy miro atrás y me asombro de mi propia historia. Aquella tarde me fui directamente a una pared de una de las habitaciones y permanecí inmóvil durante tres días. Frente a ella. Sin comer, sin beber, sin saber nada de nadie ni de nada. Hasta que me enseñaron algo que me encantó. Se llama jugar y consiste en algo sencillo. Mi dueño me tira la pelota todo lo fuerte que puede y yo voy corriendo a por ella. A veces decido dársela para que de nuevo la lance. En otras ocasiones prefiero quedármela. Me la intenta quitar de entre los dientes. Pero yo la sujeto todo lo que puedo porque es mi tesoro. Un premio que he conseguido por correr rápido a por ella.
A partir de aquel instante todo comenzó a ir a las mil maravillas, casi perfecto. Siempre he sido el rey de la casa y mi labor ha consistido en hacerles compañía y avisar si alguien merodeaba cerca del piso. Duermo en un colchón enorme y mullido que prepararon para mí desde el momento de mi llegada. Y nunca me ha faltado comida. De hecho, a veces me alimento mejor que ellos y los domingos se empeñan en ponerme un plato al que llaman paella. Me encanta salvo que dejo todo hecho un asco porque desparramo fuera de este los granos de arroz. En el fondo siempre hay carne y eso me gusta más. De todos modos, entiéndanme. Soy un perro obediente, limpio y aseado por lo que procuro lamer los restos que quedan y que he ido tirando de la bandeja para que no me digan nada. No me gusta que me riñan. Mucho menos las broncas. Me declaro pacifista.
Me han enseñado a dar la pata. No comprendo por qué ni para qué sirve pero les gusta y me premian con una galleta. Así que he decidido seguir haciéndolo. No me perjudica, más bien todo lo contrario. Les hace gracia. Se ríen y les enseñan a las visitas cómo lo hago. Debe ser algo importante.
También he aprendido a abrir las puertas. Tengo un tamaño que me permite ponerme a dos patas y empujar con ellas. Mi dueño, vamos, el que me da de comer todos los días, me ha “dejado” olvidado varias veces en la puerta. Es tan despistado que si no lo llevo a él hasta casa tras nuestro cotidiano paseo dudo mucho que solo supiera. Me quiere mucho y eso se nota. Me trata tan bien… como el resto de la familia. Pero él es quien pasa horas conmigo en la calle. Me dice que es porque necesito salir. Aunque tampoco he llegado a comprender en qué consiste esta actividad. Yo hago mis necesidades pronto y luego nos sentamos en un banco. Esperamos a otro hombre, un tal Juan Carlos, que se acomoda junto a nosotros se queda un buen rato y siempre va acompañado por un pastor alemán con el que a veces converso. Durante más de una hora, nuestros dueños, aunque haga frío, hablan de sus cosas, ríen y discuten sobre fútbol. Creo que el mío es del Real Madrid y el amigo no porque se hacen chistes el uno al otro. Me parece a mí que soy una buena excusa para reunirse con Juan Carlos. No lo tengo muy claro.
Como explicaba en mi relato, pude haber tenido distinta ventura y no haber sido tan afortunado. De hecho, me pregunto qué suerte acompañó a mis hermanos. Espero y deseo que alguna parecida. He querido contarles mi historia quizá porque me siento afortunado. Desde mi punto de vista canino tengo todo lo que puedo desear. Tumbado en la moqueta del comedor de mi hogar paso una placentera vida llena de aromas afectuosos. Aunque jamás olvidaré aquel rancio olor. Como recuerdo nunca podré plantar mis orejas. Me las rompieron fruto de alguno de aquellos golpes que recibimos sin razón alguna. A veces sueño con aquel momento y al despertar descanso tranquilo porque la mía es una verdadera vida de perro. En concreto, de un suertudo perro.

No hay comentarios:

Publicar un comentario